29 de octubre de 2011

LA RATA

El roedor estaba llegando ya al final de su ingrata tarea. Sus largos dientes desgastaban sin descanso el material pedregoso que tenía ante sí. Cuentan que un capricho evolutivo le jugó una mala pasada a su especie, sometida a un curioso y cruel destino que la condena a roer sin descanso todo lo que encuentran. Dicen que el ritmo de crecimiento de sus dientes es tal que, de no ser por esa incesante labor, los incisivos inferiores acabarían clavándose en su cerebro.

Ajena a todas las siniestras historias que su especie protagoniza, el peludo bicho apuraba sus escasas energías. El motivo de tanto trabajo no era, ni mucho menos, gratuito. Su frenética actividad sexual había dado como fruto, una vez más, una nutrida camada de minúsculos y sonrosados descendientes. Los había dejado atrás, en la seguridad de un recodo del túnel al que había estado dando forma durante los últimos días, amontonados en una trémula y palpitante masa, demandando constantemente una cantidad de leche materna que ella, con los niveles del blanco elemento bajo mínimos, apenas estaba en condiciones de ofrecer. Necesitaba comer, y mucho, para poder satisfacer las necesidades de su exigente prole. Pero el botín alimenticio de los últimos días había sido tan pobre...

Su experiencia le decía que ya quedaba poco para concluir la faena. Había superado la piedra original y estaba a punto de terminar de horadar el ladrillo. En poco tiempo llegaría a la fina capa de yeso, tras la que esperaba encontrar todo un oasis: desperdicios, restos de comida, el cadáver de algún infortunado animalejo…Sustento garantizado para llenar su estómago y atiborrar de jugosa leche sus exprimidas mamas.

Excitada por el hambre y el miedo, debilitada por las penurias, a la rata apenas le llevó un instante deshacer el polvoriento material que la separaba del paraíso. Con el máximo sigilo, asomó su resecado hocico al exterior. Poca información obtuvo de ese primer contacto con lo desconocido, y no era precisamente alentadora: allí no olía a comida ni de lejos. No había de qué preocuparse, todavía. Esos enormes seres que, sin quererlo, le procuraban todo el sustento mientras andaban de un lado para otro con sus dos largas y únicas patas acostumbraban a guardar la comida lejos del alcance de los intrusos. Solo era cuestión de ir con cuidado, estudiar el terreno…y esperar.

Poco a poco, su cabeza fue asomando al nuevo ambiente con la cautela de un guerrillero experto. Sus ojos, acostumbrados a la permanente oscuridad subterránea, parpadearon varias veces antes de poder ver a dónde había ido a parar. Había tenido suerte: la apertura a ras de tierra en forma de U invertida estaba situada bajo lo que parecía ser un desvencijado mueble. Sus primeros pasos por su particular Nuevo Mundo pasarían, pues, totalmente desapercibidos.

Llegaba el turno entonces de aplicar los instintivos protocolos que, alojados en su ADN., sus ancestros le habían legado durante generaciones. Su corazón latía frenético mientras salía totalmente de la recién concluida madriguera, adosaba un lateral de su cuerpo a la pared y comenzaba a avanzar por el extrarradio del todavía indómito territorio, en una maniobra destinada a ofrecer la menor superficie corporal posible a algún potencial depredador que, lo sabía bien, podía ser la práctica totalidad de especies mayores a la suya. Rastrearía el terreno de esta forma, buscando siempre la seguridad de los muebles. Una vez localizada cualquier sustancia que pudiera servir de alimento, comería rápidamente un poco para recuperar fuerzas. Acto seguido la trasladaría a la madriguera, arrastrando la pieza entera o tomando trozos que pudieran ser transportados en su boca en varios viajes.

Le llevó poco tiempo recorrer el perímetro, constatando con desesperación que, salvo muchísima suciedad acumulada, allí no había nada a lo que hincarle el diente. Era hora de arriesgar el pellejo, salir de bajo los muebles y buscar la comida por el centro de la habitación, lo que suponía exponer todo su organismo a un peligro cierto. No le quedaba otra

El resto de la estancia, fuera ya de la seguridad de los muebles, era también un caos de restos inorgánicos nada aprovechables. La locura que produce el hambre comenzaba a apoderarse de ella. Una vez en el centro del mísero habitáculo, irguió su cuerpo sobre sus dos patas traseras y elevó su hocico hasta donde fue capaz, en un intento de optimizar al máximo toda su capacidad olfativa. De entre la amalgama de malolientes fragancias que captó, identificó al instante una que hizo saltar en su cerebro una súbita señal de alarma.

Demasiado tarde.

Aunque no lo vio llegar, la rata esquivó en el último instante la patada que, a la carrera, le lanzó aquel enorme bípedo que se le echaba encima. Su agotado cuerpo inició una desesperada carrera hacia la seguridad de la madriguera. Desafortunadamente, tampoco era ya el ágil roedor de antaño. Con una velocidad endiablada, su enemigo tuvo tiempo suficiente de meter su brazo bajo el mueble y atrapar a tientas el largo rabo de la rata entre sus mugrientos dedos.

Desesperada y con la furia de quien ve cercana la muerte, la rata se revolvió y clavó sus afilados incisivos en la mano de su agresor. En un instante, la garra que la apresaba sufrió una decena de compulsivos y lacerantes mordiscos, que no parecieron hacer mella en su receptor quien, emitiendo unos apagados lamentos, extrajo a su víctima de debajo del mueble y elevó hacia el techo la mano donde la rata luchaba por su vida. Fue entonces, en el instante previo de ser lanzada hacia el suelo, cuando vislumbró la faz del que iba a ser su asesino. Aquellos ojos, profundamente hundidos en sus cuencas y circunscritos en un casi cadavérico rostro, mostraban la marca de la desesperación y la angustia que provocan la desnutrición y la necesidad extrema.

El brutal golpe contra el pavimento convirtió en fosfatina la práctica totalidad de los finos huesos del animal. Al mismo tiempo, su sistema nervioso se sacudió con una violencia infinita, estallando en un latigazo de dolor que recorrió su cuerpo hasta la última neurona. Un trozo de vida escapó de su ser en forma de un agudo y chirriante chillido.

Con su corazón todavía palpitando y los sentidos colapsados, la rata no sintió aquella especie de fina estaca con la que el hombre, con manos temblorosas ante la cercanía del festín, atravesaba longitudinalmente el interior de su cuerpo. Tampoco oyó el crepitar del pelo que la cubría ni notó su piel chamuscarse al entrar en contacto con el fuego.

Ya estaba siendo devorada cuando, a pocos metros de allí, en un recodo de un túnel laboriosamente excavado, una trémula y palpitante masa sonrosada sufría los últimos instantes de su insignificante vida.

FIN

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