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Sucedía que, estando en posesión de la obra que hoy nos ocupa desde hacía lustros, este humilde bloguero habíase retrasado, y tanto, en su lectura debido a motivos que, por numerosos, sería tedioso relacionar aquí, siendo la disponibilidad de otras lecturas a priori más interesantes el principal de ellos.
No obstante, singulares circunstancias hicieron que al fin, el pequeño volumen de sugerente título tuviera su merecida oportunidad, sirviendo así como primer acercamiento a Los Episodios Nacionales. Es esta una serie de cuarenta y seis novelas históricas que tan erudito autor escribió en un periodo de cuarenta años. Calcúlese de forma sencilla que resultan 1,15 novelas por año, dato que resulta doblemente abrumador si se tiene en cuenta que otras muchas obras fueron escritas por el autor en el mencionado periodo, la inmortal Fortunata y Jacinta entre ellas.
Dejando a un lado el pasmo producido por tal nivel de creatividad, iniciaré una breve sinopsis. El argumento de esta novela es escueto: Gabriel de Araceli, narrador-protagonista de la primera serie de novelas de Los Episodios, es un militar destinado a la Isla de León –actual San Fernando- quien coincide con Lord Gray, apuesto caballero oriundo de Inglaterra, a la sazón aliada de España, durante el sitio francés de Cádiz, allá por 1810. Ambos personajes entablan una extraña amistad no exenta de soterrada animadversión, y frecuentan la casa de doña María de Rumblar, señorona de alta cuna que mantiene en régimen de enclaustramiento inquisitorial a sus dos hijas y a su sobrina, con el fin de preservarlas del maligno ambiente liberal circundante. Los amores, ciertos o sospechados, entre unos y otras son el eje central de la novela. Mientras los acontecimientos se suceden, son narradas las tertulias celebradas en la ciudad, en las que se exponen tanto ideas liberales como conservadoras. También está muy presente el ambiente que se vivía en las calles por las Cortes de Cádiz –constituidas en San Fernando y luego trasladadas allí-, que promulgaron la primera Constitución española, la Pepa, por haber sido aprobada el día de San José y… bueno, esta parte me suena a archisabida, así que paro el carro.
A pesar de que el argumento pueda resultar algo insustancial y un poco ñoño –nada duro o desagradable se cuenta, ciertamente-, y alguno de sus diálogos un pelín plomizo, a mí Cádiz me ha gustado en todos sus aspectos: Su prosa elegante y eficaz, su desbordante romanticismo y lo histórico del contexto donde se desarrolla la historia, que toma mayor valor siendo uno como es gaditano de pura cepa. Y hablando de gaditanismo, no puedo dejar de hacer mención –un tanto emocionada, debo reconocer- del fino piropo a Cádiz contenido en sus primeras líneas. Habla Gabriel de Araceli:
“En una mañana del mes de Febrero de 1810 tuve que salir de la Isla, donde estaba de guarnición, para ir a Cádiz, obedeciendo a un aviso tan discreto como breve que cierta dama tuvo la bondad de enviarme. El día era hermoso, claro y alegre cual de Andalucía, y recorrí con otros compañeros, que hacia el mismo punto si no con igual objeto caminaban, el largo istmo que sirve para que el continente no tenga la desdicha de estar separado de Cádiz”
Digno de un coro de carnaval, si señor. Y una curiosidad, para terminar: La referencia a una devastadora tormenta que, al parecer, golpeó la bahía de Cádiz por aquellos días:
“Lord Gray y yo atravesamos la Cortadura precisamente el día del furioso temporal que por muchos años dejó memoria en los gaditanos de aquel tiempo. Las olas de fuera, agitadas por el Levante, saltaban por encima del estrecho istmo para abrazarse con las olas de la bahía. Los bancos de arena eran arrastrados y deshechos, desfigurando la angosta playa; el horroroso viento se llevaba todo en sus alas veloces, y su ruido nos permitía formar idea de las mil trompetas del Juicio, tocadas por los ángeles de la justicia. Veinte buques mercantes y algunos navíos de guerra españoles e ingleses estrelláronse aquel día contra la costa de Poniente; y en el placer de Rota, la Puntilla y las rocas donde se cimenta el castillo de Santa Catalina aparecieron luego muchos cadáveres y los despojos de los cascos rotos y de las jarcias y árboles deshechos.”
Los de por aquí sabemos lo que supondría hoy día que, como escribió Galdós, las olas saltaran el referido istmo, por donde discurre la carretera que une Cádiz y San Fernando. Horrible. Para que luego nos quejemos del mal tiempo cuando caen cuatro gotas.
Sucedía que, estando en posesión de la obra que hoy nos ocupa desde hacía lustros, este humilde bloguero habíase retrasado, y tanto, en su lectura debido a motivos que, por numerosos, sería tedioso relacionar aquí, siendo la disponibilidad de otras lecturas a priori más interesantes el principal de ellos.
No obstante, singulares circunstancias hicieron que al fin, el pequeño volumen de sugerente título tuviera su merecida oportunidad, sirviendo así como primer acercamiento a Los Episodios Nacionales. Es esta una serie de cuarenta y seis novelas históricas que tan erudito autor escribió en un periodo de cuarenta años. Calcúlese de forma sencilla que resultan 1,15 novelas por año, dato que resulta doblemente abrumador si se tiene en cuenta que otras muchas obras fueron escritas por el autor en el mencionado periodo, la inmortal Fortunata y Jacinta entre ellas.
Dejando a un lado el pasmo producido por tal nivel de creatividad, iniciaré una breve sinopsis. El argumento de esta novela es escueto: Gabriel de Araceli, narrador-protagonista de la primera serie de novelas de Los Episodios, es un militar destinado a la Isla de León –actual San Fernando- quien coincide con Lord Gray, apuesto caballero oriundo de Inglaterra, a la sazón aliada de España, durante el sitio francés de Cádiz, allá por 1810. Ambos personajes entablan una extraña amistad no exenta de soterrada animadversión, y frecuentan la casa de doña María de Rumblar, señorona de alta cuna que mantiene en régimen de enclaustramiento inquisitorial a sus dos hijas y a su sobrina, con el fin de preservarlas del maligno ambiente liberal circundante. Los amores, ciertos o sospechados, entre unos y otras son el eje central de la novela. Mientras los acontecimientos se suceden, son narradas las tertulias celebradas en la ciudad, en las que se exponen tanto ideas liberales como conservadoras. También está muy presente el ambiente que se vivía en las calles por las Cortes de Cádiz –constituidas en San Fernando y luego trasladadas allí-, que promulgaron la primera Constitución española, la Pepa, por haber sido aprobada el día de San José y… bueno, esta parte me suena a archisabida, así que paro el carro.
A pesar de que el argumento pueda resultar algo insustancial y un poco ñoño –nada duro o desagradable se cuenta, ciertamente-, y alguno de sus diálogos un pelín plomizo, a mí Cádiz me ha gustado en todos sus aspectos: Su prosa elegante y eficaz, su desbordante romanticismo y lo histórico del contexto donde se desarrolla la historia, que toma mayor valor siendo uno como es gaditano de pura cepa. Y hablando de gaditanismo, no puedo dejar de hacer mención –un tanto emocionada, debo reconocer- del fino piropo a Cádiz contenido en sus primeras líneas. Habla Gabriel de Araceli:
“En una mañana del mes de Febrero de 1810 tuve que salir de la Isla, donde estaba de guarnición, para ir a Cádiz, obedeciendo a un aviso tan discreto como breve que cierta dama tuvo la bondad de enviarme. El día era hermoso, claro y alegre cual de Andalucía, y recorrí con otros compañeros, que hacia el mismo punto si no con igual objeto caminaban, el largo istmo que sirve para que el continente no tenga la desdicha de estar separado de Cádiz”
Digno de un coro de carnaval, si señor. Y una curiosidad, para terminar: La referencia a una devastadora tormenta que, al parecer, golpeó la bahía de Cádiz por aquellos días:
“Lord Gray y yo atravesamos la Cortadura precisamente el día del furioso temporal que por muchos años dejó memoria en los gaditanos de aquel tiempo. Las olas de fuera, agitadas por el Levante, saltaban por encima del estrecho istmo para abrazarse con las olas de la bahía. Los bancos de arena eran arrastrados y deshechos, desfigurando la angosta playa; el horroroso viento se llevaba todo en sus alas veloces, y su ruido nos permitía formar idea de las mil trompetas del Juicio, tocadas por los ángeles de la justicia. Veinte buques mercantes y algunos navíos de guerra españoles e ingleses estrelláronse aquel día contra la costa de Poniente; y en el placer de Rota, la Puntilla y las rocas donde se cimenta el castillo de Santa Catalina aparecieron luego muchos cadáveres y los despojos de los cascos rotos y de las jarcias y árboles deshechos.”
Los de por aquí sabemos lo que supondría hoy día que, como escribió Galdós, las olas saltaran el referido istmo, por donde discurre la carretera que une Cádiz y San Fernando. Horrible. Para que luego nos quejemos del mal tiempo cuando caen cuatro gotas.
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