Andaba yo el otro día por los pasillos de la biblioteca pública dolorido y decepcionado. Dolorido de tanto giro de cabeza a uno y otro lado, que mira la manía de poner los títulos sobre el lomo ora hacia arriba, ora hacia abajo. Y decepcionado, por no haber encontrado ninguno de los tres o cuatro títulos que buscaba. Decidí dejarme llevar por el aspecto visual de los volúmenes, sistema que habitualmente seguimos para decorar nuestras domésticas estanterías y darles un aspecto más lustroso. El sistema no tardó en funcionar, puesto que de inmediato vislumbré la novela que hoy toca comentar.
Lo del aspecto visual no es baladí, dado que unas llamativas letras rojas sobre el negrísimo fondo de una gastada cubierta, en la que se alojaban amarillentas y desvencijadas hojas, parecían identificar la obra que contendría la clave para franquear las puertas del mismísimo Averno. Sí, sí, igualito que Lucas Corso en el revertiano El club Dumas.
Pero resulta que no, que El señor de las tinieblas es una novelilla que no tiene nada que ver con el tema satánico. Al menos desde el punto de vista mórbido y oscuro que habitualmente se le da al asunto. Más bien se desarrolla a través de un argumento light y a veces humorístico, que paso a sintetizar.
Bruno Guinea es un investigador cuyo único afán en la vida es encontrar un remedio contra el cáncer. Un buen día se le presenta Satanás (o Lucifer, Belcebú, El Maligno... el personaje imaginario al que más nombres le han puesto, que ríase usted de los nietos del Rey), por supuesto transformado en un señor normal. Éste le ofrece la posibilidad de encontrar el remedio que anda buscando a cambio de poseer su alma para toda la eternidad. Por lo pronto, el argumento no es demasiado original: un pacto con el diablo, algo un poco manido ya, la verdad.
Y la novela tampoco es que sea gran cosa. Es uno de esos trabajos del que cuando te preguntan qué te ha parecido, respondes “distraído”, sin mucho afán. Sin embargo, éste es distraído de verdad. Las peripecias del protagonista a través de la selva ecuatoriana en busca del remedio, siguiendo señales y corazonadas diabólicamente teledirigidas, resultan en una lectura sencilla pero muy amena. Entre constantes peligros, alguna tilde de menos y teorías médicas que supongo discutibles, la historia se encamina con ágil paso hacia el final, que es donde la cosa acaba estropeándose.
Porque el final resulta desmesuradamente corto y poco aclarador. Se diría que el autor no ha sabido cómo terminarla, lo que precipita un desenlace escueto y a todas luces insuficiente, al menos comparado con otros pasajes donde los diálogos se alargan adecuadamente, metafísica incluida. Diálogos en los que, por cierto, sorprende el nivel dialéctico de los indígenas saqueadores de tumbas que acompañan al protagonista, por mucho que sea de todos conocida la facilidad verborreica de los habitantes del cono sur americano.
Lo del aspecto visual no es baladí, dado que unas llamativas letras rojas sobre el negrísimo fondo de una gastada cubierta, en la que se alojaban amarillentas y desvencijadas hojas, parecían identificar la obra que contendría la clave para franquear las puertas del mismísimo Averno. Sí, sí, igualito que Lucas Corso en el revertiano El club Dumas.
Pero resulta que no, que El señor de las tinieblas es una novelilla que no tiene nada que ver con el tema satánico. Al menos desde el punto de vista mórbido y oscuro que habitualmente se le da al asunto. Más bien se desarrolla a través de un argumento light y a veces humorístico, que paso a sintetizar.
Bruno Guinea es un investigador cuyo único afán en la vida es encontrar un remedio contra el cáncer. Un buen día se le presenta Satanás (o Lucifer, Belcebú, El Maligno... el personaje imaginario al que más nombres le han puesto, que ríase usted de los nietos del Rey), por supuesto transformado en un señor normal. Éste le ofrece la posibilidad de encontrar el remedio que anda buscando a cambio de poseer su alma para toda la eternidad. Por lo pronto, el argumento no es demasiado original: un pacto con el diablo, algo un poco manido ya, la verdad.
Y la novela tampoco es que sea gran cosa. Es uno de esos trabajos del que cuando te preguntan qué te ha parecido, respondes “distraído”, sin mucho afán. Sin embargo, éste es distraído de verdad. Las peripecias del protagonista a través de la selva ecuatoriana en busca del remedio, siguiendo señales y corazonadas diabólicamente teledirigidas, resultan en una lectura sencilla pero muy amena. Entre constantes peligros, alguna tilde de menos y teorías médicas que supongo discutibles, la historia se encamina con ágil paso hacia el final, que es donde la cosa acaba estropeándose.
Porque el final resulta desmesuradamente corto y poco aclarador. Se diría que el autor no ha sabido cómo terminarla, lo que precipita un desenlace escueto y a todas luces insuficiente, al menos comparado con otros pasajes donde los diálogos se alargan adecuadamente, metafísica incluida. Diálogos en los que, por cierto, sorprende el nivel dialéctico de los indígenas saqueadores de tumbas que acompañan al protagonista, por mucho que sea de todos conocida la facilidad verborreica de los habitantes del cono sur americano.
Se trata en definitiva de una lectura poco pretenciosa, aunque llevada con moderada solvencia, que ahonda en la eterna discusión entre el bien y el mal, Dios y El Maligno, de una forma un tanto ingenua pero divertida, y que además proporciona ciertos datos de interés sobre la cultura incaica y la selva amazónica. Lo malo, repito, es el final, que ha propiciado que mi nota baje del 7 ó 7,5 que pensé en darle durante su lectura, al sosete 6,5 final. Me quedo de largo con Viracocha, la única de este autor que había leído hasta ahora.
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