Me ocurre muchas veces, a la hora de valorar un trabajo de alta calidad, que soy reacio a colocar un 10 en la calificación, por mucho que la obra en cuestión lo merezca. Debo de haber heredado los vicios de algún que otro profesor, que en mi época de estudiante parecía tenerle grima a la decena, porque por más que estudiaba nunca lograba pasar del habitual 9 en mis calificaciones. (Ahora viene la parte en la que quien lea esto realmente se lo cree).
Con Orgullo y prejuicio me ha pasado algo así. Le he dado vueltas a los diferentes aspectos que componen una película, buscando el más nimio motivo para no concederle la máxima nota, pero no encontré ninguno. Interpretaciones perfectas; puesta en escena impecable; fotografía mágica; música sublime y un argumento que se desliza a través de una preciosa historia de amor, sin caer en ningún momento en la sensiblería almibarada. Argumento del que, por cierto, procede efectuar una breve reseña. Hela aquí:
Basada en la novela homónima de Jane Austen, Orgullo y prejuicio cuenta la historia del matrimonio Bennet, granjeros acomodados usufructuarios de una respetable hacienda, que tiene cinco hijas a las que la madre está deseosa de casar con hombres de alcurnia más elevada, dado que a la muerte del padre y puesto que no hay descendiente varón, gran parte de sus posesiones se perderían. La ocasión la pintan calva con la visita a la hacienda de un rico soltero, al que la madre ve como marido ideal para su hija mayor, Jane. El ricachón viene acompañado de su arrogante amigo el Sr. Darcey, quien entabla una, en principio, tensa relación con la segunda hija del matrimonio, Elisabeth, verdadera protagonista del film y magistralmente interpretada por la grácil Keyra Knightley. A partir de aquí, comienza el genial rosario de intrigas amorosas.
Porque lo que prima en esta, digámoslo ya, obra maestra, es ante todo el amor y el romanticismo, bien secundado por la ingenuidad y la alegría, maravilloso revoltijo que encuentra su alojo en una historia de juventud enmarcada en las rígidas costumbres sociales de la Inglaterra georgiana (ss. XVIII y XIX), que afectan de lleno a las estrictamente delimitadas clases sociales, convirtiendo a las hijas de las familias de clase media en simple mercancía, intercambiable por prestigio social, cuando no por simple supervivencia. Pero incluso este aspecto pierde en la película el carácter mezquino que cabría otorgarle, adquiriendo unos suaves matices rayanos en la simpatía.
Con Orgullo y prejuicio me ha pasado algo así. Le he dado vueltas a los diferentes aspectos que componen una película, buscando el más nimio motivo para no concederle la máxima nota, pero no encontré ninguno. Interpretaciones perfectas; puesta en escena impecable; fotografía mágica; música sublime y un argumento que se desliza a través de una preciosa historia de amor, sin caer en ningún momento en la sensiblería almibarada. Argumento del que, por cierto, procede efectuar una breve reseña. Hela aquí:
Basada en la novela homónima de Jane Austen, Orgullo y prejuicio cuenta la historia del matrimonio Bennet, granjeros acomodados usufructuarios de una respetable hacienda, que tiene cinco hijas a las que la madre está deseosa de casar con hombres de alcurnia más elevada, dado que a la muerte del padre y puesto que no hay descendiente varón, gran parte de sus posesiones se perderían. La ocasión la pintan calva con la visita a la hacienda de un rico soltero, al que la madre ve como marido ideal para su hija mayor, Jane. El ricachón viene acompañado de su arrogante amigo el Sr. Darcey, quien entabla una, en principio, tensa relación con la segunda hija del matrimonio, Elisabeth, verdadera protagonista del film y magistralmente interpretada por la grácil Keyra Knightley. A partir de aquí, comienza el genial rosario de intrigas amorosas.
Porque lo que prima en esta, digámoslo ya, obra maestra, es ante todo el amor y el romanticismo, bien secundado por la ingenuidad y la alegría, maravilloso revoltijo que encuentra su alojo en una historia de juventud enmarcada en las rígidas costumbres sociales de la Inglaterra georgiana (ss. XVIII y XIX), que afectan de lleno a las estrictamente delimitadas clases sociales, convirtiendo a las hijas de las familias de clase media en simple mercancía, intercambiable por prestigio social, cuando no por simple supervivencia. Pero incluso este aspecto pierde en la película el carácter mezquino que cabría otorgarle, adquiriendo unos suaves matices rayanos en la simpatía.
Por último, y una vez recomendado este poema romántico hecho cine, destacar la labor del director John Wright en este su primer trabajo para la gran pantalla, dado que anteriormente solo tenía en su currículum un par de cosillas para la televisión inglesa. No he investigado mucho más sobre él, pero resulta admirable que un director, en su ópera prima, construya una obra para ser recordada por siempre y jamás. Y cómo no el elenco de actores, destacando, como ya dije antes, una Keyra Knightley que alcanza una cota interpretativa para la que se me ocurren varios calificativos, todos ellos sinónimos de sublime. En contraste, eso sí, con trabajos suyos anteriores en mayúsculos bodrios. Y no quiero señalar a la segunda y tercera entregas de Piratas del Caribe, no.
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