6 de julio de 2009

Un libro - Yo, Claudio - Robert Graves (1934)

9/10

Unas últimas jornadas de maratoniana lectura han permitido que termine Yo, Claudio, justo el día que tengo que devolverlo a la biblioteca. Y no ha sido tarea fácil: casi 600 páginas de letra pequeña, texto apretado, párrafos extensísimos y poca generosidad en lo que a puntos y aparte se refiere. Pero ha merecido la pena, y mucho. La pretendida autobiografía del nada agraciado emperador romano, que ejerció el cargo entre los años 41 y 54 de nuestra era, es uno de esos libros que devoras con fruición. Te hipnotiza con su elegante pero a la vez obsesiva prosa. Imaginas al protagonista sin parar de hablar, con la mirada perdida en el infinito, narrando los más oscuros acontecimientos que han dominado su vida. Narración que quizá no vaya dirigida a nadie, excepto a él mismo.

Por supuesto, me cuento entre los admiradores de aquella magistral serie que nuestra televisión emitió allá por los... ¿setenta? La verdad es que el recuerdo de su visionado aparece borroso en mi memoria, aunque dominado por un Derek Jacobi magistral que consiguió con ese trabajo renombre internacional. Pero Yo, Claudio, la novela, va mucho más allá, detallando de forma excelsa las omnipresentes intrigas de la corte imperial romana. Por cierto, que no es de extrañar que muchos emperadores terminaran siendo unos déspotas sin escrúpulos dispuestos a cualquier tropelía con tal de mantener su estatus y el de sus herederos. Ese era, ni más ni menos, el ambiente familiar en el que crecían, donde abundaban los asesinatos, envenenamientos y destierros, la mayoría de las veces motivados por acusaciones totalmente infundadas.

No obstante su grandeza, siempre hay que poner en solfa el contenido de este tipo de obras. Al fin y al cabo pertenecen al género de novela histórica, con lo que sin desdeñar en absoluto la intensa labor de documentación que sin duda el autor ha llevado a cabo, y que se refleja en la cantidad de datos sobre la vida cotidiana romana que proporciona, no está de más comentar que muchos historiadores dudan de la veracidad de ciertos hechos, como es el caso de la pérfida influencia que Livia, esposa de Augusto y abuela de Claudio, ejerció tanto en su esposo como en la corte en general, amén de su faceta como hábil envenenadora. Una imagen de mujer calculadora, depravada y cruel que, repito, muchos historiadores han puesto en tela de juicio. Algo parecido ocurre con los mandatos de Tiberio y Calígula, en los que hechos como el nombramiento, por este último, de su caballo Incitatus como cónsul, son vistos con escepticismo por no pocos especialistas en el mundo romano.

Pero los avatares del cuarto emperador romano, no acaban con este volumen, que finaliza con su involuntario ascenso al trono, tras ser descubierto por la guardia pretoriana tras una cortina, temblando de miedo por su vida, una vez consumado el asesinato del desequilibrado Calígula. A la espera queda la segunda parte, Claudio el Dios y su esposa Mesalina, que relata todo su mandato hasta su muerte, también asesinado para variar.

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